En los
ojos de todo ser humano, existe un deseo insaciable. En las pupilas de todos
los hombres de toda raza, en la mirada de los niños y de los ancianos, de las
madres y de la mujer que ama, del policía, del empleado, del aventurero, del
asesino, del revolucionario, del dictador y del santo, en todos existe la misma
chispa de deseo insaciable, el mismo fuego secreto, el mismo abismo insondable,
la misma respiración infinita de felicidad, de gozo de posesión interminable.
En
todos los ojos humanos existe un pozo profundo que es el de la samaritana. Toda
mujer es una mujer junto al pozo. El pozo es profundo. Y al brocal del pozo,
está sentado Jesús. “La mujer le dijo: –Señor, no tienes con qué sacar agua y
el pozo es hondo… Jesús le contestó: el que beba agua de ésta volverá a tener
sed, el que beba del agua que yo voy a dar nunca más volverá tener sed: porque
esta agua se le convertirá dentro en un manantial que salta dando una vida sin
término”.
Jesús
no hablaba de la misma agua de que hablaba la Samaritana. Por un buen rato
reinó la confusión: “Señor, dame agua de esa; así no tendré que venir aquí a
sacarla”, respondió la Samaritana. Pero Jesús había hablado “de un agua que
salta dando vida eterna”. ¡Cuánto tiempo le costó comprender!.
Ella
hablaba de un agua temporal, de bienes visibles y palpables. Pero Él hablaba de
un agua eterna, de bienes invisibles, más reales que mundo visible. Ella
hablaba del corazón de los hombres que con sus encantos conquistó varias veces.
Pero Jesús hablaba del Corazón de Dios que nos ama con amor infinito y que da
al hombre la capacidad para amar con infinito amor.
Ella le
hablaba de lo absurdo de la vida, de las desilusiones, de los fracasos, de las
guerras, de las injusticias, etc. Pero Él le hablaba de la esperanza en Dios,
que hace que todo coopere al bien de quienes quieren amarlo.
¡Cuánto
se me parece esta Samaritana! Yo tampoco entiendo nada cuando Jesús me habla al
corazón, en la Palabra, en la Eucaristía o en los acontecimientos. Me invita a
horizontes nuevos, pero estoy tan aferrado a mi miopía. Me siento perfectamente
en mi estrecho mundo. Me invita a la Verdad; y yo me fabrico mi pequeña
“verdad” con medida.
Jesús
quiere que confíe en Él; yo cifro mi confianza en mí mismo, en mis proyectos,
en mi situación social. . . en los poderes de este mundo, en los influyentes,
etc. Jesús da su vida por mí y yo me quejo de mi soledad. . . Dios vive en mí.
. . ¿podré encontrarme sólo?. Él me dice “sígueme”, y yo trato de hacerlo
entrar en mis proyectos. . . Jesús abre mi corazón a las necesidades de mis
hermanos, pero yo me mantengo aferrado a los insignificantes problemas de mi
“ego”.
Incluso
tras mi conversión, Jesús y yo, no nos encontramos siempre. No siempre hablamos
de la misma agua, de la misma sed. ¡Qué lástima! ¡Cuánto más refrescante sería
‘el agua que Él brinda’ en lugar de mis agua turbias y deterioradas.
Con la
Palabra de Jesús, quizá algún día aprenda a decir como la Samaritana: “Señor,
dame de esa agua”, para qué no vuelva a tener sed; tú lo sabes, ese “manantial
que salta dando una vida eterna”. Haz, Señor, que esa agua corra a través de mi
ser para hacer revivir a las gentes que me rodean y se sienten tristes,
desesperadas o desilusionadas.
Pocas
cosas hacen falta para transformar una vida:
el amor en el corazón y una sonrisa en los labios.
el amor en el corazón y una sonrisa en los labios.
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